septiembre 19, 2017 1:50 pm
Hace unos días ejercí de acompañante, de esas que acceden a acompañar a alguien cercano a su cita con el médico, porque las esperas en compañía lo son menos. El centro hospitalario en cuestión, privado, de primer nivel, presumía a toda fachada de contar con el reconocimiento de los más prestigiosos en el ámbito internacional. Mi mente marketiniana se pone a funcionar, quizá aquí haya material para escribir un post.
Pasan 40 minutos de la hora marcada para la visita -esto huele a Seguridad Social-, que es corta y acaba con una ristra de pruebas a realizar. Con nuestra particular hoja de ruta en la mano, pedimos indicaciones en uno de los mostradores de atención al paciente. Cita para una prueba, indicaciones para la siguiente y una nueva misión: “Vaya el edificio dos a hablar con la secretaria del doctor XXX y conseguir fecha”. Convertir a un paciente en excursionista puede acabar con la paciencia de cualquiera, más en tiempos como los actuales donde un ordenador debería dar acceso a todas las agendas. No he visto a ningún usuario del Sistema Nacional de Salud pulular de un centro a otro buscando citas con su médico, basta con acudir a un mostrador, tramitarlo por internet o esperar una llamada para cerrar la visita.
Y se inicia una yinkana que nos devuelve a la casilla -edificio- de salida donde, tras dos vueltas infructuosas, volvemos al puesto de información, donde una empleada se lamenta al teléfono de que su jefa no paga las horas extras. Lo hace a ojos y oídos del paciente, que no deja de ser un cliente que está siendo informado -indirectamente- de las miserias del hospital (privado). Y miserias tenemos todos, pero cuando uno presume de prestigio, lo ideal es mantenerlas escondidas en el cajón de abajo, incluso en la caja fuerte.
Acabada su charla telefónica, sonríe y nos indica diligente a qué edificio debemos dirigirnos. Localizado el objetivo, soñando con el momento de poner fin a la última prueba, accedemos a un nuevo mostrador, esta vez vacío. Cuando ya pensamos en abandonar y tratar de concertar la cita por teléfono, un doctor que abandona su consulta se ofrece a localizarnos al personal del mostrador. “Está al teléfono, enseguida sale”. Y ese “enseguida” coincide con la cola que se va formando justo detrás de nosotros.
Finalmente nos conducen a la consulta de la que no ha salido la persona que estaba al teléfono. Sigue enganchada al aparato, con su factura de la luz sobre el teclado. Sin soltar el teléfono nos dice que no puede dejarlo, lleva un rato a la espera y no quiere perder la llamada. Así que, por la otra oreja -y mientras le indica al interlocutor de su conversación telefónica que no se está dirigiendo a él- conseguimos la cita que buscábamos.
Mucho prestigio, sí. Muchos reconocimientos. Pero suspenso en atención al cliente.