septiembre 13, 2017 11:20 am
Adoramos a los ídolos caídos, nos recuerdan nuestra propia imperfección. Aunque antes de adorarlos los pisoteamos, los machacamos, como si les hiciéramos pagar el porcentaje de éxito y de dinero que nos llevan de ventaja. Sucedió con Kate Moss cuando se pasó de la raya a toda portada.
Escarnio, juicio mediático (el equivalente al de la plaza pública en pleno siglo XXI) y castigo ejemplar ante la adicción: sus marcas de cabecera decidieron abandonarla, distanciarse de estos hábitos. La modelo perdió contratos millonarios… ese año, porque al siguiente resurgía cual ave fénix, dispuesta a batir su propia marca en el ranking de maniquíes mejor pagadas. ¿Qué cambió de un año a otro?
Olvidamos también las acusaciones de abuso sexual que persiguieron a Michael Jackson, y que no consiguieron apearlo de su trono de Rey del Pop. Las adicciones de Elvis Presley habían desaparecido del último reportaje que dedicaron al de Memphis este agosto con motivo del aniversario de su fallecimiento. ¿Será que la muerte es ese estropajo que arranca cualquier tipo de suciedad?
El 20 aniversario de la muerte de Lady Di llenó metros cuadrados de publicaciones, horas de radio y televisión. Un poco de aire fresco -tan fresco como pueda serlo una noticia de hace dos décadas- en medio de la sequía informativa propia del mes de agosto, un poco de variedad entre tanta crispación con ecos catalanes.
Nos gustan las princesas, mucho más si están tristes y dejan escapar suspiros de su boca de fresa, a lo Rubén Darío. Nos gusta todavía más que se quiten el vestido de baile, que dejen de ir de la mano del príncipe de turno y que vivan su propia vida. Esas nos encantan, tanto que llegamos a dejar en manos del olvido las sombras de su pasado. Idolatramos a Lady Di como la pobre víctima que consiguió escapar de la tiranía del protocolo y la corte. En esa adoración olvidamos que pagó las infidelidades de su marido con las suyas propias, como confesó en la BBC, donde también aseguró que el Príncipe de Gales no estaba preparado para ser rey. La víctima se convertía en atacante, pero eso también lo olvidamos.
Aún a riesgo de que me piten los oídos, tengo que decirlo: Lady Di es un producto del marketing, uno muy rentable. Se ha convertido en una marca comercial que hay que perpetuar, de ahí que año tras año se alimente la leyenda con nuevos detalles, testimonios que salen a la luz con décadas de retraso, fotografías inéditas… El negocio se retroalimenta y sigue vigente, en lo comercial además de en lo emocional. Su nuera Catalina abandona la maternidad con un vestido azul, y los periodistas nos recuerdan que la Princesa del Pueblo utilizó el mismo color después de dar a luz a su primer hijo. Y Catalina se va ligando a esos valores que todos asociamos con Lady Di. Los positivos, claro, que los otros se han quedado en el camino. ¡Bendita mala memoria!
A la amnesia interesada le ha salido un potente enemigo: Twitter. En realidad son sus usuarios -somos- los que nos empeñamos en que el pasado no pase desapercibido. Que se lo pregunten a Pedro Sánchez, cuyo ascenso a la Secretaría General del Partido fue acompañado de la resurrección de antiguos tuits.
Lo dicho, a casita antes de que llegue el frío.