mayo 10, 2017 4:28 pm
Prepara el sacacorchos porque voy a hablar de vinos. Por obra y gracia del virus del cuñadismo (“la tendencia a opinar sobre cualquier asunto, queriendo aparentar ser más listo que los demás”, según Fundéu BBVA) proliferan los expertos en caldos capaces de distinguir matices, intensidad, lágrima y hasta la proporción de taninos presentes en una copa como el más reputado sumiller. No me encuentro entre ellos, no te asustes.
Este es un momento tan bueno como otro cualquiera para reconocer que no sé nada de vinos. Hace años acudí a una cata (¿o fueron dos?) en la que me esforcé por contener la risa ante las caras de experto que se iban extendiendo entre los participantes, que tras media hora se imaginaban alardeando de sus conocimientos en cenas y otros actos de temporada. A mí los vinos me gustan o no me gustan, así de simple. Los que aparentan saber de esta materia sin tener las más mínimas nociones no me gustan, razonamiento tan sencillo como el anterior.
Me gusta -me encanta- perderme entre las estanterías de una bodega -en su acepción “tienda de vinos”- y mirar etiquetas, no porque las entienda -ya he reconocido mi desconocimiento absoluto en este campo- sino porque disfruto comprobando el rejuvenecimiento en diseño y descripciones a la vez que confirmo que el Marketing de la Experiencia se ha adueñado también del sector vitivinícola: compras más que lo que contiene la botella, estás adquiriendo una experiencia. De ahí que me entusiasmara la contraetiqueta de Monastrellissimo , el vino que “unos leperos vampiro, de buena familia, lo recolectan en noches de apareamiento del cernícalo real”; o lo que es lo mismo, el vino que te vas a beber porque te ha entrado por los ojos, alguien te lo ha recomendado, es un regalo o porque, muy probablemente, te ha hecho gracia la etiqueta.
Igual que los vampiros huyen del ajo, la marca asume en su web que esta etiqueta es la solución “si le ha tocado en suerte un cuñado presuntamente entendido en vinos, que le arruina cada cena, o peor aún, un jefe pseudoenólogo”. Y solucionar los problemas de los clientes es, con diferencia, la actividad favorita de los marketers, ¿verdad?
La intrahistoria de la etiqueta encierra una gran lección. Algunos apuntaron a un director de Marketing valiente. Seguro que lo fue, aunque lo cierto es que el primero en arriesgar fue Diego Galán, el diseñador, el padre de la criatura. Cuenta Magnet que recibió un encargo de los que era imposible rechazar: con mucha prisa y poco presupuesto. Optó por el humor y consiguió una victoria. “Espero que ahora se abra un mundo de nuevo de contra-etiquetas con propuestas creativas”, confesaba Diego Galán en esta publicación.
Imposible saber si fue antes o después de los vampiros leperos, lo cierto es que el mundo del vino ha dejado de centrarse en los eruditos, para contemplar también a aquellos que, sin saber nada de añadas, disfrutan de una buena botella en compañía. Yo crecí con “Elige tu propia aventura“, una colección de libros en la que podías tomar decisiones al final de cada capítulo, decisiones que alteraban el acontecer de la historia. Quizá por eso prefiero sacar mis propias conclusiones, lejos de etiquetas que prometen “final largo con un delicioso retrogusto”. Claro que yo, no entiendo de vinos. Pero beber, bebo.
Me ha encantado tu post, Noelia, lleno de ironía hacia un sector, el publicitario, que vive de la creatividad pero que no es creativo.
La primera reflexión que me viene a la cabeza es qué hacer cuando recibes un briefing de una agencia, y te pone “quiero algo chulo”. Mal empezamos.
Recomendable la lectura de La estrategia del océano azul (no puedo crear un hipervínculo, aquí os lo dejo: https://es.wikipedia.org/wiki/Estrategia_del_océano_azul).